En los inicios de la
bioética, cuyos comienzos se remontan al mundo anglosajón de la década de los
años 70, las pandemias no eran parte de su campo de estudio. En tal caso, como en
todo el mundo académico, se entendía que esta cuestión era un tema clásico de salud
pública, y que su ética médica era muy conocida y antigua; tanto que se tendría
que buscar su casuística en las cuarentenas de los leprosos relatadas por las Sagradas
Escrituras, o en un plano más moral, al principio de totalidad; principio
medieval que decía que el bien del todo es superior a las partes.
Con este principio
moral, se justificaba lógicamente la prioridad sanitaria de una comunidad sobre
los intereses individuales, y por tanto, incluso de manera coercitiva, fue
considerado cómo ético y legal, recluir a una persona, obligarla a tomar
tratamiento, o hasta el destierro con tal de alejar el mal de la comunidad.
Esta idea que el
bien del todo es superior a las partes tiene vigencia hasta hoy, por supuesto
con sus bemoles, inclusive en algunas corrientes de bioéticas ligadas al
pensamiento católico, las cuales siguen proponiendo este principio como válido en
el cuerpo disciplinar de la bioética.
También, es cierto,
que las teorías principialistas con sus clásicos 4 principios, más pensado para
la práctica clínica individual, no podrían dar respuestas concretas y
aplicables de lo que puede significar una pandemia en una comunidad con graves
problemas sociales y sanitarios estructurales.
Por eso, ya dejando
EEUU, desde muchas regiones del mundo, y especialmente en América Latina, en
primer lugar mostraban la insuficiencia de estos principios para abordar los
grandes temas sanitarios que se vivián en los países periféricos de los que se
denominan centrales (categoría geopolítica) , y por otro lado, la necesidad de
contar de otros criterios axiológicos o
principios para dar cuenta de lo que sucedía y sucede en nuestras comunidades
marcadas por la pobreza y la vulnerabilidad de derechos.
Por eso, empezó a
gestarse una bioética con otros soportes epistémicos, pensando unos horizontes
sanitarios más ligados a epidemias y poblaciones desprotegidas, a muertes
prematuras prevenibles, a las malas condiciones de hábitat y del medio ambiente
con su degradación sostenida; que a las grandes tecnologías médicas que ya
aparecían con enormes fuerzas y posibilidades terapéuticas y que, por cierto, son
muy costosas y casi inaccesibles para la mayoría de la población nacional y
latinoamericana.
Por eso varios
pensadores y bioeticistas, empiezan a proponer otros principios para estos tipos de situaciones sanitarias, y así surgen
distintas propuestas bioéticas, que sin
ser exhaustivas cabe mencionar: como es el principio de responsabilidad (Hans
Jonás), el de Protección (Kottow), de intervención ( Garrafa), el de dignidad basado en los derechos humanos (Tealdi y
otros), el de biopolítica contra la
violencia (surgido en Colombia), el de
vulnerabilidad, y justicia social, entre otros.
Sin duda, estos
principios son adecuados y convenientes para tratar bioeticamente esta
pandemia, y se requerirá un gran trabajo de elaboración por parte de los
bioeticistas más académicos y una metodología adecuada y validada para que sus
conclusiones sean aportes practicables por toda la comunidad sufriente y de
manera especial por todos los agentes de salud involucrados directa o
indirectamente por esta enfermedad masiva.
Lo que queda claro es
que la bioética como disciplina y discurso debe en estas épocas de pandemias
atender a estas situaciones particulares, brindando propuestas que deben llevar a la comunidad a una mejor
realización de los planes sanitarios oficiales. Sus aportes, no sólo tendrán
que estar ligados al manejo de pacientes críticos por pandemia y las decisiones
clínicas y éticas que hay que tomar en caso de escasez de recursos, conocido
como triaje, sino también las medidas educativas de cuidado y prevención
a la población para que la pandemia, tenga el menor efecto nocivo en la sociedad,
evitando a toda costa su expansión y una morbimortalidad elevada.